sábado, 10 de julio de 2010

El antropólogo social oculto tras la sotana gris de Gustavo Le Paige: su legado científico y humano.

Fig. 2. El sacerdote jesuíta Gustavo le Paige, S.J., de sotana gris, ante una antigua "collca", donde los atacameños de antaño solían guardar sus cosechas, y granos - en especial las corontas de maíz- para ocultarlas de sus posibles invasores o merodeadores. Eran verdaderos "graneros". Las hay dispersas por toda el área atacameña. Aquí en la foto, en las cercanías de Toconao (Foto Gerardo Melcher, hacia 1965, foto 113, frente a pág. 121). Las hemos visto, por decenas en las proximidades de Chiuchíu, en Lasana, en Caspana, en Toconce, en Tilomonte. Algunos erróneamente las creyeron tumbas. Pero, en realidad, son excelentes escondites de productos agrícolas, excelente graneros, al amparo de la humedad, de los cambios bruscos de temperatura, de los mamíferos depredadores (especialmente los ratones).Los quechuas las denominaron "collcas". En muchos lugares, muy bien protegidos del sol directo y del calor, constituyen auténticos "refrigeradores naturales", por cuanto allí mantenían los productos guardados en la total oscuridad, a una temperatura bastante constante, aún en el verano. Tuvimos la oportunidad de conocer, en 1964, a una familia en el pueblo de Talabre que mantenía a la usanza antigua, sus cosechas de maíz por varios meses en tales "collcas", tan sólo cuidándose de la eventual presencia de roedores. La adición de ciertas yerbas andinas de fuerte olor, como la "tola" - nos decían , ahuyentaba a los insectos perforadores (Tenebrionidae).

Fig. 1. Figura del sacerdote Gustavo le Paige ante uno de su óleos preferidos, pintados por él cuando era misionero en el ex-Congo Belga, hoy Zaire, hacia 1950-1952. En la antigua habitación de la parroquia de San Pedro de Atacama, en su escritorio, podíamos ver, en la década del sesenta del pasado siglo, este curioso óleo, suyo que trajo junto a otras pinturas suyas, como recuerdo de su larga misión en Africa. La composición fotográfica de Gerardo Melcher, uniendo en una sola escena el descendimiento de la cruz por obra de un nativo negro y el rostro de Le Paige, nos resulta impresionante. Le Paige gustaba mucho de pintar al óleo, y aunque no descollara precisamente en este arte, expresaba de este modo artístico sus íntimos sentimientos de una profunda religiosidad. Sin embargo, en 1975 llegó a presemtar una exposición de sus obras pictoricas en una conocida galería de arte de Sanrtiago.(cf. Melcher, en su obra: El Norte de Chile, su gente, desiertos y volcanes, Editorial de la Universidad de Chile, Santiago, 2004, Fig. 110).

Nuestra misión: recordar y difundir al verdadero Le Paige.

Al commemorar los 30 años de la partida de este mundo de la figura señera de Gustavo Le Paige de Walque, belga nacionalizado chileno por gracia en 1975, y ante la general ausencia de actos commemorativos del trigésimo aniversario de su fallecimiento, nos hemos impuesto la misión personal de recordarlo, de revalidarlo, de rescatar y difundir su valioso legado científico, humano y espiritual. Es el objetivo confeso de estas líneas escritas con el afecto de quien recibió directamente de él por espacio de semanas y meses de asiduo contacto, su aprecio, simpatía, y su más preciado legado: el amor a la causa atacameña y a su valerorsa gente, heredera de tradiciones de incalculable valor antropológico y cultural..

Al rescate del auténtico Le Paige.

En este segmento, trataremos de analizar con lupa a Le Paige como antropólogo . No sólo al fanático arqueólogo. También al antropólogo social y aún al etnólogo. Lo que conocemos de él, es generalmente tan sólo el atisbo externo, superficial de su faceta arqueológica: un Le Paige frenético, desenterrando centenares de tumbas atacameñas, más de 3,800 en total. O acumulando para su estudio -que durante un buen tiempo le absorbió- centenares y centenares de cráneos expuestos en las primitivas repisas de madera del incipiente Museo, obtenidos en sus numerosos viajes de exploración. Es lo que ha dado a conocer el rumor general, como si en esto consistiera todo su mérito. como si en esta faena hubiese ocupado todo o la mayor parte de su tiempo. Veremos aquí otras facetas, nuevas suyas, mucho más recónditas, casi del todo ignoradas, pero mucho más ricas, del que fuera cura-párroco de San Pedro de Atacama por casi 25 años.

Le Paige y sus jóvenes ayudantes atacameños.

Le conocimos no menos de siete u ocho ayudantes en aquellos ya lejanos años de mediados de la década del sesenta. Eran sus más fieles acompañantes en sus misiones de exploración. Pero, a la vez, sus acólitos y sus fieles colaboradores en sus obras de beneficencia con los atacameños olvidados de la mano de Dios: los más pobres entre los pobres. En su viejo jeep todo terreno, regalo de sus amigos ingenieros de Chuquicamata, siempre iban al menos dos de ellos. Cumplían a la vez numerosas funciones: de apoyo: como mecánicos, ayudantes de cocina, obreros en la excavación, compañeros de viaje. Palas, picotas, azadones y muchas cajas de cartón, eran el relleno de la parte posterior del vehículo. Pero este contacto asiduo con esa juventud sencilla, de origen muy humilde y modales toscos y casi sin cultura, fue formándolos poco a poco. Les inculcó así lentamente hábitos de estudio y a todos ellos les financió, al término de su educación en San Pedro, estudios avanzados en Calama, para que elevaran su nivel cultural. Ellos lo saben bien y lo agradecen hoy día en el secreto de sus conciencias. Para todos ellos, Le Paige fue un verdadero padre. El subvenía, en la medida de sus posibilidades -que no eran por cierto muchas-, sus necesidades más urgentes y las de sus familias.

El apoyo secreto brindado a los más necesitados

En aquellos años, Cáritas-Chile ejercía una eficiente labor de apoyo a las familias más necesitadas o a los ancianos casi abandonados en apartados rincones de Atacama. Aquellos que no eran asistidos por la seguridad social estatal porque en la pràctica "no existían legalmente" por falta de documentos. Esta institución católica enviaba a las parroquia más pobres víveres no perecibles, procedentes de donaciones de los católicos norteamericanos, los cuales eran repartidos según un estricto criterio de necesidad, a los más postergados en la escala social: los más pobres. Me tocó acompañar alguna vez a Le Paige en estas visitas. Recuerdo emocionado aún hoy a una mujer anciana, en el pueblo de Peine, que vivía desde hacía años absolutamente sola. Carecía de todo.Su humilde casita era de una pobreza rayana en la miseria más absoluta. Conversamos en su pobre y oscura habitación. Todavía recuerdo las gruesas frazadas de lana de oveja, multicolores, que cubríanm su lecho, tejidas - me dijo- por sus manos, hace muchos años. La visité nuevamente años después y aún recordaba con devoción al padrecito "Le Pech" - como le decían- que había sido su ángel guardián por años.

En sus viajes a los pueblos, visitaba a los enfermos o más desvalidos.

Le Paige llegaba y sin aspavientos, entregaba su ayuda casi a escondidas, diciéndoles breves palabras de aliento y estímulo. Le Paige era hombre de muy pocas palabras, pero de hechos elocuentes. Gustaba de acercarse a los más pobres y necesitados.Su pobreza no lo arredraba; todo lo contrario. Parecía necesitar de su contacto vital. Y aunque su castellano fuera, al comienzo, desastroso, y "se atropellara" al hablar (hablaba en efecto muy rápido), sus gestos y su bondad superaban todas las barreras. Los profesores básicos de estos pueblos, fueron frecuentemente sus mejores colaboradores para "descubrir" , a través de sus alumnos, estos seres en total abandono, generalmente mujeres solas. A través de los mismos, iba descubriendo a los jóvenes más necesitados, a los que transformaba en sus fieles ayudantes de campo. Serían después, por muchos años, sus fieles colaboradores en el Museo Arqueológico, casi hasta hoy.

Su vida de pobreza franciscana.

Su modo de vivir ha sido muy bien descrito por el físico chileno G. Melcher en la obra citada más arriba. Dice al respecto:

"cuando conocí al padre le Paige vivía éste al frente de la iglesia, en condiciones muy pobres. El mismo estaba poco menos que en los huesos. En un cuarto angosto tenía una litera, y sobre un largo mueble con cajones había un anafre a kerosene, un par de ollas y una taza con platillo. Sobre una lata habían trozos de cartón alquitranado que encendía cuando el anafre no quería funcionar. En esa ocasión (antes de 1960) le regalé una mochila, pues acarreaba en la sotana el material arqueológico colectado. La cogía con las manos, formando una bolsa. Contó que como jesuíta, estaba obligado a preocuparse del propio sustento y sus entradas provenian exclusivamente de sus menesteres eclesiásticos. Pero la gente era sumamente pobre y, frente a un extranjero como él, además, muy desconfiada". (2004: 123-124).


El valor y autenticidad de este testimonio.

Este testimonio es muy valioso para nosotros, por dos razones:

a) por venir de un científico que abiertamente se confesaba agnóstico, muy acucioso en sus observaciones y bien poco propenso per se a alabar a miembros de una religión; y, además,

b) porque Gerardo Melcher le visitó en numerosas ocasiones, en sus frecuentes viajes al norte de Chile, acompañándolo en más de una expedición, cosa que gustaba de hacer con sus esposa Nora y sus dos pequeñas hijas por entonces. Es decir, fue un testigo presencial de su modo de vivir y actuar. Lástima grande que Gerardo ya no esté con nosotros en esta vida para que refrendara y enriqueciera lo aquí dicho.

Mi propia experiencia viviendo junto a Le Paige.

Lo dicho aquí por Melcher puedo yo corroborarlo por haberlo experimentado personalmente. En aquellos años de 1963 a 1965, en mis asiduas visitas a San Pedro, siendo yo por entonces un joven jesuíta, pernoctaba siempre en la parroquia, lo acompañaba a todas partes y vivía su propia vida. Comíamos juntos lo que él mismo nos preparaba. Lo dicho por Melcher es exactamente lo que yo pude ver a diario y vivenciar en esos años. Y su parquedad y sobriedad de vida era sorprendente. Sin duda, era un auténtico asceta. Se quedaba leyendo y rezando sus oraciones y su Breviario hasta altas horas de la noche, para levantarse al día siguiente muy temprano. Dormía pocas horas. La Misa diaria -que como acólito le ayudé con frecuencia- la celebraba siempre exactamente hacia las 8 de la mañana, sin falta, fuera invierno o verano. Una que otra anciana, cubierta enteramente su cabeza de velo negro, solía acompañarnos en aquellas frigidísimas mañanas en la vetusta iglesia de San Pedro. ¿Cómo olvidarlo?. Lo que si recuerdo muy bien hoy, además, es la adusta y severa imagen del patrono de la iglesia, el apóstol San Pedro, mirándonos muy fijamente a los ojos desde lo alto del altar.



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